Uno de mis vicios es ser fumador. Una de mis virtudes es ser respetuoso.
Mi vicio es, por definición, dañino. Mortífero si se quiere. Pero es mío y me gusta. Lo cultivo si no a conciencia cuando menos consciente de lo que hago. Es una decisión tan firme como personal, tan suicida como gozosa, tan digna de respeto como cualquier otra mientras no obligue a compartirla a terceros que no quieran hacerlo.
Mi virtud es, por definición, benéfica. Encomiable si se quiere. Y también es mía y, por supuesto, me gusta todavía más que mi vicio. La cultivo con orgullo. A diferencia de mi vicio, me parece deseable para todo y para todos, indispensable para decirnos ciudadanos y para vivir en democracia.
Hace un par de años tuve la oportunidad de poner a prueba la relación entre ambos, vicio y virtud. Me explico. Mi suegro padecía el cáncer que terminaría por matarlo –y que, por cierto, no era de pulmón sino de hígado– y mi mujer y yo decidimos que lo más sensato sería que él y mi suegra vinieran a vivir con nosotros, ya sólo para hacerles más fácil el trágico trance. Quedaba, sin embargo, un problema: mi suegro no soportaba el humo ni el aroma del tabaco –llevaba años con unos inocuos pero machacones pólipos en la garganta– y yo no soportaba vivir sin fumar. Mi suegro, sin embargo, compartía mi virtud –la vocación por el respeto– y llegamos a una solución excelente para ambos: mientras él viviera en casa, nuestra morada toda sería libre de humo, a excepción de mi estudio, cuya puerta cerraría y cuyo extractor de humo accionaría cada vez que quisiera disfrutar un cigarro, acaso para mitigar el dolor emocional. ¿Hube de sacrificarme yo al privarme de fumar en la sobremesa? Sin duda. ¿Era un sacrificio para él oler mis ropas al darme un abrazo? Supongo. Tuvimos, sin embargo, una compensación superior: sabernos respetuosos y, sobre todo, cariñosos.
Lástima que no sea ese espíritu el que prive en la mayoría de los legisladores de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. Lástima también que haya quien vea en el esfuerzo libertario de algunos ciudadanos, entre los que me honra contarme, vocación de muerte o mano negra de la industria tabacalera. Lo que pretendemos no es obligar a respirar humo de tabaco a quien no desee hacerlo sino delimitar zonas en los restaurantes: la mayoría para quienes no lo soporten y para los fumadores que querramos acompañarlos (nada nos quita dejar de fumar un par de horas si nuestro compañero de mesa así nos lo pide), una minoría para quienes disfrutamos fumar y para los no fumadores que quieran estar con nosotros (muchos son mis amigos no viciosos que no tienen reparo en verme –y olerme– fumar mientras ellos toman su café).
Que nos permitan fumar en público a los fumadores es, pues, lo de menos. Lo que duele, lo que escuece, lo que mata es que no nos permitan decidir.
